sábado, 25 de enero de 2014

El reloj invertido

La vida está hecha de relojes. Grandes, pequeños, digitales… de mano, de bolsillo, de pared… De ellos, yo soy el que tiene el alma invertida. Doy las campanitas a las seis, los demás las dan a las 12. Le robo tiempo de su baile a Cenicienta, no le dejo perder el zapatito. Olvidada en los bolsillos del príncipe: “Tac, tic, tac, tic”. El sonido de mis entrañas me lleva hacia atrás en el tiempo. Veo las cosas que ya quedan atrás, están ahí, en mi mente. Veo a los que fueron mis amigos, mis queridos, avanzo hacia ellos y les doy la espalda. El presente se me escapa de los dedos, podría pararse en cualquier momento, un viaje que empieza tiene que terminar. 
Me río de los relojes que hacen lo correcto, colgados en línea con la pared, haciendo juego en la sala de estar de alguna ama de casa frustrada. Me río porque van hacia un futuro incierto, me llaman cobarde porque voy hacia el pasado tibio y conocido.
“Todo tiempo pasado fue mejor” Pero el pasado individual, mi pasado, tiene un fin. Llega el momento de la muerte: las piezas de mi esfera, los engranajes de mis manecillas, noto como caen en la mesa abarrotada de instrumentos, la última pieza se desprende del todo. 
Nunca he existido. La idea de un inútil reloj estropeado queda en el aire y en el libro de facturas del amable relojero, que hace un enorme descuento en arreglos, un caballero. Ahora soy un buen reloj de pulsera, oro de veinte quilates en una forma exquisita, postrado en una no menos exquisita muñeca de mujer, fina, blanca, inerte. Acorde con lo que se espera de mí, puntual como un reloj, ¿verdad? ¿O no tan puntual? 
Sueño con cajas de bonito mármol, talladas en forma de corazón, en la caja fuerte que guarda toda una vida: una vida de llegar puntual al pasado, de llegar tarde al futuro.

martes, 7 de enero de 2014

¿No nos podemos quejar?

"No nos podemos quejar"
Esta frase se ha convertido en un clásico en las conversaciones de esta última época, en la respuesta del millón a la clásica pregunta de cómo estás. No sé si la gente adepta a esta frase se da cuenta de la verdadera magnitud de esas cuatro palabritas.
Aceptando que no nos podemos quejar, no evitamos que nos lleguen peores rachas (como mucha gente piensa, sobre todo personas mayores) sino que evitamos un avance hacia la verdadera democracia.
Evitando una queja damos via libre al gobierno para que se separe del ciudadano y se convierta en institución privada, dotada de autonomía y alejada de su verdadero fin, que es servir de ayuda al pueblo.
Señoras y caballeros que entabláis conversación en la calle, quejaos de vuestra situación: si os preguntan qué tal os va responden que sí os quejáis, que no llegáis a fin de mes, que la escuela de vuestros hijos está en unas condiciones de pena, que la sanidad empeora cada vez más, que nadie os tiene en cuenta vuestros derechos más elementales.
Estudiantes que estáis tomando unas cañas: pedid lo que os corresponde. Quejáos de las clases de 40 personas, pedid más profesores y mejor nivel académico. Exigid matrículas por las que no tengáis que hipotecaros media vida.
Cualquier persona que pase por aquí y lea esto: sí nos podemos quejar. La libertad de hablar sin censuras es uno de los pocos derechos que no nos han recortado (todavía). Por favor, sed consecuentes y usadlo.

viernes, 3 de enero de 2014

Las cadenas y el óxido del amor



Abres los ojos y encuentras unas cadenas que te aprisionan. Los largos eslabones de hierro se funden con tu cuerpo sin que puedas librarte de ellos, por mucho tiempo que pierdas forcejeando. Y levantarse de la cama es un esfuerzo tan grande en un fin de semana… Pero la curiosidad puede contigo y saltas de la cama con un impulso felino, un deseo ambiguo de saber qué hay al otro extremo de tus grilletes.
Recorres un pasillo frío, que no te resulta nada familiar a pesar de haber crecido correteando por él. El sonido de una gotera al final del corredor no te ayuda a tranquilizarte, así como el hecho de que las cortinas no dejen translucir un mísero rayo de luz.
Un sonido metálico te hace saltar el corazón en el pecho, la espalda se recubre de un sudor frío y las mejillas pierden el color lozano de las chicas jóvenes como tú.
Ves como una figura humana avanza hacia ti, se hace más corpulenta a medida que se acerca e infunde verdadero pánico, pero no puedes gritar. El nudo que se ha formado en tu garganta ahoga todos los sonidos, te ahoga a ti. Te falta el aire. Notas la boca seca. Las rodillas ceden a la presión y caes a los pies de la horrible criatura que ahora está a escasos centímetros, y puedes sentir el óxido de sus labios en tu cara. Pero no abres los ojos, no abres los ojos…
Entre silenciosas lágrimas despiertas en tu cama, escaparate de cientos de peluches con caritas redondas y alegres, de cojines mullidos de colores pastel y cómodas sábanas de franela.
“Una pesadilla” y te levantas descansada a darte una ducha de 5 minutos, antes de desayunar y coger el transporte para ir al instituto. Te sientas junto a un chico agradabilísimo en el autobús, chica con suerte.
Y durante todo el día, en las clases y ahora que vuelves a casa te sientes libre, una muchacha del siglo XXI, una triunfadora, un individuo independiente en la sociedad moderna europea.
Pero vuelve el sonido metálico, está ahora en tu cabeza. Los escalofríos recorren tu espalda y el último vello del cuerpo se eriza al recordar ese sueño estúpido de esta mañana. Se acerca una figura corpulenta hacia el asiento libre a tu lado. Tiemblas. Es el chico de esta mañana. Olvidas el sueño. “Pero qué mono que es” y entabláis una conversación animadísima de cualquier cosa que se os ocurre.
Te bajas en la estación, con el móvil del chico amabilísimo en el bolsillo de la chaqueta -última moda invernal, anunciada en la tele en horario +18- y resuelta entras en el portal de casa, pensando en cuándo le llamarás y cuál será la excusa.
Las cadenas empiezan a formarse, el óxido se palpa en el aire, el sueño no es tan irreal…