lunes, 22 de junio de 2015

La señora de las palomas

Su tez curtida, más por la vida que por el efecto del sol, hace difícil adivinar si se encuentra entrando en los sesenta, o pasándolos muy dignamente. En un lapso de diez minutos sentadas ambas bajo el alero de una parada de guagua, me reveló su pasión por los pájaros, que se remonta a una solitaria niñez en el campo. El canto de un gallo abría sus ojos de madrugada, cuando en lo alto del cielo aún no se había escondido el brillo de la luna y el sol era un rubor magenta saliendo por el este, y el chirrido de las botas de trabajar de su padre era la única cacofonía que perturbaba la paz del hogar. Contaba la señora, que tuvo la suerte de ir al colegio, aún siendo una mujer en una época profundamente machista, y aprendió a leer y a escribir, aunque -decía, intentando leer desde el rabillo de sus gastados ojos el contenido de Tristana, a medio abrir en mi regazo- que muchas de las cosas básicas se le habían ido borrando, difuminando como la tinta de un libro que se adhiere más a los dedos, a los ojos, a la mente del que lee que al soporte del papel. Leí unos renglones en alto, mientras la señora sacaba del bolso una bolsita de semillas y las esparcía al suelo, silbando y atrayendo con aspavientos a decenas de picos hambrientos, que nos rodearon moviendo sus rosadas patitas entre el banquete que había preparado la señora. Con los ojos fijos, y la cabeza en otro lado, me contó que su marido hacía poco había fallecido pero no le guardaría luto, que el luto se lleva dentro, mi niña, que no hay necesidad de estropear los pocos trapos que tiene en tinta negra y desolada. Le dí la razón y quedamos en silencio, roto solamente por el aullar de las tórtolas que se disputaban el sustento. Correteando como sus aves, se disparó la lengua de la señora y se sucedieron escenas de su vida en que habían aparecido los pájaros: los periquitos del tío Miguel, las palomas mensajeras que visitaban con gramáticos mensajes en sus patitas el alféizar de su colegio, el loro que fue la primera mascota de su hija, nuevamente palomas que ensuciaban los cristales del coche y hacían enfurecer a su marido... Una tras otra, las palabras evocaban imágenes en su mente, vívidas y coloridas como su sonrisa al recordar en compañía; pero también me sugerían a mí misma escenas de mis vidas pasadas, de los cernícalos volando a ras de mi ventana, de la abuela gritando que al canario se lo comían, que esta vez si se lo comen, que el pobrecito no hace sino cantar y no se cuida de defenderse del cernícalo. Las palomas con ramitas de olivo del día de la paz, de la película de Hitchcock en casa de unas amigas y el miedo al salir y ver las gaviotas sobrevolando nuestras cabezas.
La realidad nos despertó a las dos de un plumazo, el estruendo del motor de las guaguas arrancando nos levantó del asiento y replegó las palomitas como si de un vendaval se tratase. Nos miramos sonriendo, juntamos nuestras manos con calidez y nos despedimos con un cariñoso saludo.
Desde mi asiento en la guagua del norte, vi a la señora subiendo con dificultad los peldaños de su transporte hacia la playa, y me embargó la sensación de conocerla, de haberla visto antes, de haber conocido su vida o algún punto de ella. Y deseé haberle preguntado su nombre. Una persona extraordinaria no puede quedarse sólo con el sobrenombre de "la de los pájaros". 
Y abriendo mi libro de nuevo, lo vi muy claro. Esa señora era Tristana, mi Tristana.

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